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Serie Cuento/ Colombia// Ignis Ardens/ Pedro Uribe Gòmez

Serie Cuento/ Colombia// Ignis Ardens/ Pedro Uribe Gòmez
 PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ
Calle de La Guaira
1956 | óleo sobre tela | 60 x 56 cms.
Ignis Ardens
Texto de: Pedro Uribe Gómez

Se iba consumiendo la virginidad de doña Estela Longoria, como blanco y litúrgico hachón de purísima cera. En la paz del vetusto caserón que ésta habitaba; en la solemnidad de las grandes salas desiertas, en donde muebles antiguos y pesados hablaban de épocas lejanas de riqueza y esplendor; en la mudez de las amplias galerías y corredores, semejantes a callados claustros; en los inmensos patios sombreados por naranjos, y entre la dulce y sosegada calma que, como un velo sutil y misterioso, parecía flotar hasta en los últimos rincones de aquella mansión solemne; el espíritu y los sentidos de la noble y virtuosa doña Estela, ardían y abrasaban con pasajeros desvanecimientos, bajo la aparente tranquilidad de su vida recogida y devota, de su aspecto austero y monástico, y del negro ropaje de sus severas vestiduras. Contaba doña Estela treinta años. Era una figura pálida y triste, de porte majestuoso y señorial, de rasgos nobilísimos y aristocráticos. En sus ojos, ojos negros y grandes, de mirar intenso y lento, sombríos y penetrantes, unos crisoles fragosos, abrasadores, que parecían querer fundir o devorar todo aquello que miraban, había como ascuas recónditas, que en ocasiones solían despedir, al través de sus cristales azabachado& y relucientes, pequeños haces de hilos centellantes. Su cuerpo, gentilisimo, todavía no estrujado por la mano del tiempo, daba la impresión, por lo suave y delicado de sus contornos, de la estatuaria clásica, de la belleza serena e imponderable. Viéndola vagar, con paso tardo y silencioso, por los melancólicos salones, entre indecisas claridades, cubiertas las espaldas por abundosa mata de ondulante cabellera, bien se podía pensar que era ésta una de esas apariciones o sombras de que nos hablan viejas y fantásticas leyendas. Sentimientos nobles, emanados de viejos dolores, todavía latentes pero idealizados, hacían que doña Estela, como recogida sobre sí misma, entre las nieblas de su existencia, llevase vida de aislamiento. Había amado mucho. Dos veces viuda era su alma. Fueron sus amores, dos amores trágicos con la intensidad, la violencia y la hermosura de lo trágico sencillo, de lo realmente humano y verdadero. Cuando su naturaleza, pletórica de savias, ansiosa de florecimientos, se abrió a la vida del espíritu y de las sensaciones, anhelante de felicidades, como flor sedienta de aire y de luz, un amor oculto y silencioso que la hacía estremecer y la llenaba de ensueños, empezó a agitarla. Porque iban brotando de su alma, apasionada y volcánica, al contacto hipnótico del raro imán de las atracciones, las primeras llamaradas amorosas. Fue un primo el primero que hizo blanco en su corazón. El, sin notarlo, con inconsciencia seductora, como la genuina representación de amor vendado o ciego, aprisionó los tiernos sentímientos de la niña, con sus gracias, su guapeza y sus juegos infantiles. Llovieron chispas y se avivó el incendio. Soplaron rachas de helada indiferencia, y aquel fuego avivado, aquellas llamaradas crecidas y agrandadas, acabaron por convertirse, con el transcurso de los años, en una hoguera devorante e inextinguible, que ardía sin cesar, sin consumirse, como la zarza simbólica del desierto. Y la niña de ojos ingenuos y vivaces, alegre y locuaz, se tornó, por evolución oculta en el exceso de su amor desdeñado, en melancólica, callada y meditabunda. Tímida y ruborosa, sin quererlo, bajaba los ojos en presencia de su primo. Temblaba entonces su cuerpo acortándose su respiración; y entre sus manos febriles, las franjas y remates de sus vestidos, estrujados, se torcían por el movimiento incesante de sus dedos nerviosos y trémulos. Otras veces, se la veía huir de él, con el corazón palpitante, como azorada paloma.

Andando el tiempo, Inés, hermana de Estela, dio a ésta, con la daga inconsciente del destino, una puñalada. El primo, ya en plena juventud, gallardo y apuesto, se prendó de las gracias y encantos de aquélla. Sangró entonces 61 corazón de Estela. Su espíritu se quedó perplejo ante la revelación del dolor, indagan- do, desesperado, el por qué de las injusticias de la suerte. Pero la esfinge impenetrable de la vida dejó sus interrogaciones sin respuesta. Sintió que enloquecía. En su mente se inició un principio' de rebelión. Mas, luégo, después, en el agonizar de sus ilusiones y de sus sueños, fue desfalleciendo. Y educada en la virtud y para la virtud, resignada como una de esas doncellas de ideal hermosura, que en los antiguos tiempos hacían ayuno de felicidades con la esperanza de encontrar al final de su martirio la justa recompensa de sus penas en la senda luminosa de la gloria, volvió al cielo los ojos para purificarse, arrobada en la grandeza oculta de sus padecimientos. Doña Estela enflaquecía, y por completo se tornaba en triste y meditabunda. Inés, que ignoraba, que no conocía el motivo *de aquella tristeza, que no podía penetrarlo, viéndola solitaria, retraída y hosca, solía, con inquietud y profunda ternura, preguntarla, inocente, del mal que la causaba, por el motivo de sus melancolías. Pero ella, turbada, indecisa, con la voz apretada, voz siempre dulce y cantarina, protestaba de que estuviera triste. Luégo, sonriente, con esa sonrisa forzada de las almas que sufren, como si temiese que pudiera descubrirse la fuente de sus penas, con un pretexto cualquiera se iba, se alejaba suspirando. Y oyen- do el repiqueteo de su corazón, con la salud quebrantada, con los ojos abrillantados por el esfuerzo de las lágrimas contenidas, solitaria, desamparada en su dolor desconocido y sin consuelo, hubo de presenciar, hasta la boda, el desenvolvimiento y los arrullos de aquellos amores felices, que la enloquecían y despedazaban.

Cayó enferma. En el lecho, presa de la fiebre y el delirio, estuvo largo tiempo. Lentamente se repuso.

Poco a poco volvieron a su rostro los colores y a su cuerpo la elegancia; pero en el fondo de sus ojos, antes cándidos y soñadores, quedó una vibración luminosa, una chispa de fuego ardiente. Pasaron algunos años. El tiempo no borró por completo sus dolores, pero la savia de su juventud siguió empujándola a vivir la vida.

Volvió a amar otra vez.

De su existencia recogida y misteriosa, del fondo voraz y luminoso de sus ojos se prendó un poeta. Cantó éste a la que él veía en la sugestión de sus pensamientos; a la tristeza que vagaba por su frente; a su belleza romántica, crecida por el sello melancólico de sus dolores ignorados.. Ella le amó al través del ritmo y el encanto de las estrofas. Y fue este nuevo amor, como un cardo de flores sangrientas, nacido entre las grietas de una peña calcinada. Igneo fuego, como recónditas, escondidas lavas, empezó de nuevo a crepitar en el fondo del alma de doña Estela. Resurgía ésta a la vida, a la juventud. Sentíase fresca, nueva, ágil, radiante, abierta a toda clase de emociones, de voluptuosidades y de ternuras. La embargaba una felicidad que hacía bullir su sangre con burbujeos acariciadores, que hinchaban sus arterias dilatando su corazón. Centuplicada la fuerza de su mente por la felicidad de amar, su imaginación, siempre soñadora e inquieta, vivía en perennes viajes de idealismos, en exploraciones amorosas, por entre bosques de quimeras, por entre una flora voluptuosa de raros y penetrantes perfumes. Seguía agrandándose su belleza. Su rostro se iluminaba con proyecciones de luces, con destellos de alegría, emanados de su íntimo contento. Un ritmo indescriptible parecía desprenderse de sus gestos, de su risa, de sus menores movimientos. Algo como un canto lírico de la felicidad de sus amores semejaba envolver su persona en ondas armoniosas. El poeta la enardecía con sus cantos. Con las imágenes de éstos, con sus luces, con sus transparencias, con sus colores, al soplo mago y creador de la ficción poética, la vida se aparecía y se extendía a la vista de doña Estela, libre de vulgaridades, de tropiezos, como idealizada. Las estrofas del poeta, estrofas tendenciosas y sutiles, rimadas como arrullos, la hacían el efecto de un buril poderoso e incomprensible que pulía la existencia, que allanaba los caminos, los sembraba de flores y de luces, hasta hacer puros, hermosos y bellos, los hechos más triviales y prosaicos y el ambiente de todo cuanto la rodeaba.

Un día el poeta quiso trocar sus rondas y miradas por las intimidades del noviazgo. Habló... Los padres de doña Estela no consintieron. La respuesta fue negativa y rotunda. Era pobre y hacía versos demasiado hermosos. Se rebeló ella, pero todo fue en vano. El lanzó lamentos desesperados. Después, sombrío, hecho su cerebro una hornaza, un loco corazón, se hundió en el vicio. Una tarde la dio él, en un canto rebosante de dolor y de amargura, su adiós postrero. Partía lejos, se iba a errar por el mundo. Sintió doña Estela que la vida la abandonaba en un espasmo de su pecho con un traqueteo convulso de su cerebro. Lo vio ir maldiciendo... Lo oyó... Sus últimos acentos, blasfemos y violentos, se perdían en la soledad de la calle, en la lobreguez de las sombras, en la mudez de los espacios, en el cielo insondable, titilante de estrellas, entre el polvo, luminoso de la vía láctea, rebrillante, fosforescente, como un rastro de nieblas diamantinas.

Durante mucho tiempo la vida de doña Estela continuó desenvolviéndose solitaria y melancólica en curso quejumbroso y doliente. Sus padeceres se habían acrecentado por la soledad, por la orfandad completa en que ahora vivía, por las caídas y los vuelos de su alma, alma rara, alma inquieta y compleja. Su vida moral era como la vida del judío y de la leyenda. Unas veces por entre campos floridos, por entre bosques de visiones; otras por una estepa infinita, por caminos yermos y solitarios; pero siempre, sin hallar sosiego, sin encontrar descanso, erraban sus pensamientos. El Malo la atormentaba. Agitada por visiones, por éxtasis y arrebatos, por remordimientos de pecados de pensamiento, su vivir era una lucha perenne, una continua batalla. Su espíritu ingobernable como si un motor superior y misterioso le impeliese al movimiento continuo, iba sin cesar noche y día desbocado, con empuje de maldición. Y unas veces se deleitaba en terrenales contemplaciones; otras subía alígero, y cándido hacia lo celeste, o ya sumía en delirios, arrastrado por los suelos, entre sombras de locura. Sedienta de calma, doña Estela lloraba suspirando. Profunda fatiga y desconsuelo la invadían. Y para su desazón intensa, para el desequilibrio de sus nervios, hubo de apelar al último remedio de los que sufren sin esperanza: al narcótico de la religión, a la ducha de la penitencia. El ayuno y la oración la traían temporadas de calma. Largos ratos pasaba en - el oratorio, un pequeño cuarto sombrío, clareado tenuemente por la luz apacible de una lámpara de aceite, entre el tibio ambiente y los aromas desmayados de flores que se marchitaban y morían deshojándose. Hacía sus plegarias de rodillas sobre un reclinatorio, ante retratos y estatuas de santos, la cabeza inclinada sobre el pecho, las manos entrecruzadas en actitud suplicante. A intervalos sus ojos se alzaban hacia un lienzo grande, una Dolorosa, pálida, casi cadavérica, arrebujada entre los pliegues de un luengo manto de purísimo azuL Y en aquellos momentos entre el claro- oscuro temblón de la luz oscilante de la lámpara, el perfil empalidecido, y sereno de doña Estela, aparecía idealizado con la vaguedad de las visiones que vemos alejarse, perderse, desaparecer... Conseguida alguna calma, doña Estela se entregaba entonces a quehaceres humildes, modestos y silenciosos. A ratos departía tranquilamente con Julia, una mulata rolliza y pulcra, que la servía desde la infancia, que hacía los menesteres de la casa Y cuidaba con amor del jardín y de la huerta, acrecentando el escaso patrimonio de su ama con la venta escrupulosa de las violetas y los hicacos, los clave. les y los madroños, las rosas y las naranjas. En ocasiones hacía labores de aguja sentada en el fondo de una ventana, ante el horizonte espléndido de la ciudad, del valle y de las lejanas montañas. Era ésta una tarea dulce, que para doña Estela tenla el secreto de que el tiempo corriese sin medidas, sin darse cuenta de él. El silencio, el reposo de toda la casa, la brillantez y la suavidad de la atmósfera, como un baño tibio, la llenaban de penetrante y y desmayada laxitud. En su íntima tranquilidad, en el equilibrio de sus nervios, ella, de cuándo en cuándo interrumpía la labor para mirar al cielo, resplandeciente, parcheado de pequeñas nubes, en su concavidad grandiosa de inmenso globo de seda azul. Algunos días, atraída por la poesía viviente de la mañana, por el despertar luminoso y acariciador de la naturaleza que henchía de savia hasta los últimos átomos y gérmenes del espacio y de la tierra, sus pasos, de una manera inconsciente, la conducían al jardín. El aspecto policromo de éste, su frescura y su fragancia, la producían dulces y vagos estremecimientos. Sentía la belleza y la poesía emanada de aquel paraje, de aquella fresca y apacible calma, de aquella hora de, latentes palpitaciones de vida callada, con el atractivo y misterio de un hálito que se siente y acaricia, que no se sabe qué es, ni de dónde se des, prende, que no se puede precisar; a igual que nos sentimos exaltados y desfallecientes por vibraciones y sensaciones inexplicables, con el encanto indefinible de una noche serena cuando, asciende la luna. Paseaba a ratos embebecida en sí misma, como si meditara en la influencia rara que ejercen en las almas los seres y las cosas que se miran con despacio. Cogía flores al acaso. Por instantes sus ojos se entretenían en seguir el vuelo en ondas de una mariposa, o el inquieto, revolar de alguna abeja de alas de a asa, tenues e ¡rizadas. Después, influída por la trama sutil y vaga de las sensaciones experimentadas, recostada en un banco, parecía adormecerse con el murmurio fino, suave e incesante de la pluma de agua de un surtidor que allí cerca subía como una flecha de cristal, para caer luégo, despegada y cantarina, entre un viejo tazón de ladrillo, hervoroso y rebosante de burbujas. Pero estas etapas de tranquilidad en que toda su alma y su temperamento se adormían como se aduerme el mar en una ría plateada por la luna, eran pasajeras. Resurgía de pronto su temperamento. En cualquier instante, en un día que había empezado tranquilo y sosegado, al final de una hora de laxitud o de reposo, la crisis se iniciaba. Sus nervios encrespados parecían crugir. Se entenebrecían sus pensamientos. De su alma salían reproches por la orfandad de sus sentimientos, por el abandono en que yacia su corazón. Y lloraba copiosamente en lo más oscuro y silencioso de sus habitaciones, envuelta, anegada en tristeza devorante. Sentía en su sensibilidad enferma la tortura cruelísima de ideas punzadoras que la hormigueaban en el cerebro con la fuerza de Ios impulsos y los deslumbramientos de los espejismos. Sufría lo indecible. Su corazón espasmódico se dilataba con palpitaciones rabiosas para aquietarse luégo, hasta dar en su pecho la sensación de un agujero o cavidad, de algo que se adormecía o que moría. Iba iniciándose, con el acicate de las angustias nerviosas, un ligero soplo cardíaco, tenue y fugaz. Sus tristezas se volvían voluptuosas. Muchas veces ella misma se complacía en expolearlas. Estas, así repujadas, parecía que se cristalizaban divinizándose, hasta llegar, en evolución sorprendente, en paradoja casi incomprensible, a transformarse en fuentes de placer. En una arpa gemidora la convertían la gama de sus sentimientos contradictorios. Brotaba en doña Estela, alada, magnífica y luminosa, de entre las más puras esencias de su temperamento, una personalidad doliente, de pupilas y potencias superiores, que elevada sobre lo humano, alcanzaba a penetrar las bellezas y los ocultos consuelos del arte.

Nacía la artista.

Aquilatado su gusto por intuición sobrenatural, tal vez por refinamiento inexplicable del sentido estético, la facultad de seleccionar la belleza hacía nacer su inspiración, que brotaba, espontánea y depurada, unas veces cálida y ardiente, y otras melancólica. El vertedero de ésta, era un viejo piano de cola que yacía como abandonado en uno de los ángulos de su dormitorio. El aspecto fúnebre del instrumento, al cual en otros tiempos sus manos arrancaran notas de alegres valses y de sonatas que traducían el estado tranquilo y fresco de su alma y de sus ilusiones, la atraía ahora, con fuerza irresistible, como una válvula de escape para la plétora de sus dolores, como un amigo confidente que calmara sus penas. Días enteros se entregaba a él por completo. Olvidada de todo lo externo, hasta de sí misma, sus manos corrían por sobre el teclado, en interminables potpourris de óperas y sonatas, de sinfonías y de composiciones musicales. Largas horas dedicaba a los «murmullos de la selva» de «El Sigfredo» de Wágner. «El Lohengrin» y «El Anillo de los Nibelungos», eran también sus favoritos. Recorría con entusiasmo y con amor el repertorio de las óperas, antiguas y modernas. Vivía la vida de Lucía, de Norma, de Leonor, de Amelia, de ` de Gioconda, de Mirella. Luégo, sin esfuerzo alguno, sin detenerse a valorar las bellezas de su arte, sus manos febriles, casi convulsas, se movían voladoras en improvisaciones hermosas y magníficas, con las notas sentidas y profundas de sus anhelos amorosos, de sus desengaños y de sus dolores, como si un periespíritu divino las guiase en su alada inspiración. En sus improvisaciones ponía toda su alma. Sus tocatas eran, ora ardientes con fuego de amores insaciables, ora delicadas y suaves como castos epitalamios, ora quejumbrosas y dolientes como misereres o cantos de fúnebres agonías. Habla en ellas, en algunos pasajes, arranques de rebeldía: una voz de reproche parecía soltar, en el tremar de las notas, acentos irritados contra la mano dominadora y aplastante del destino. Quien escuchara con atención, bien podría decir que hablaba el instrumento. Las frases musicales brotaban del piano cIaras, precisas, matizadas con el tinte, con el sentimiento de todos los estados emotivos que iban sucesivamente agitando a doña Estela. Y era que, por el arte divino de la combinación de los sonidos, salía embellecido y purificado el eco de sus sufrimientos y desconsuelos, en notas tristes como cintas de sombra, como bandadas de mariposas negras. Cuando doña Estela expresaba la melancolía de sus ilusiones muertas, de sus sueños evaporados, la composición acentuada en sus matices y expresiones, era tenue, sutil y purísima, hasta parecer, por el fino tejido de sus sentimientos, mágica e ideal, como la malla delicadísima de un ensueño, que surgía y que tendía a elevarse que se iba disolviendo entre las brumas del pasado... Y en aquellos momentos, la imaginación de doña Estela, contemplaba, como dos sombras lejanas, al primo y al poeta.

Ha transcurrido algún tiempo. Frente a la morada de doña Estela, en la calle despoblada y solitaria que a ella conduce, calle de suave pendiente en la cual termina por aquel lado la ciudad, se ha levantado un edificio. Es una pequeña casa- quinta de aspecto inglés, con un jardincillo por delante, encalada y alegre, con tejados de ocre reluciente, policroma y pintoresca. Un pequeño parque situado a su derecha, separado de la calle por alto lienzo de tapias, la cobija con su sombra. En éste se alza, movedizo, límpido y murmurante, un surtidor de chorros convergentes, diáfano e ¡rizado, con la forma de un huevo de cristal. En el jardincillo revientan los capullos de las rosas, se abren azaleas y claveles, y, con notas vivas y grandes, en su ramaje escueto, en su silueta airosa y sobria, una alsaciana se salpica con sus rojas flores. Es la pequeña casa, un nido apacible y sonriente, lleno de aire, de luz y de perfumes. Por entre los huecos de sus ventanas, al través de los arcos caprichosos que forman las colgaduras que penden de los cabezales de sus puertas; entre las vagas penumbras que en sus habitaciones se esparcen, doña Estela columbra el esbozo de los finos y delicados muebles que lo embellecen y lo adornan. Está sólo y callado. Nadie lo habita. Un criado le guarda por las noches y cuida en las mañanas del jardín. Pasan dos meses más. De repente, en la silenciosa calle, en el atardecer rutilante de un hermoso día de verano, doña Estela escucha el rodar de un coche. Oye que éste se detiene. Instigada por la curiosidad de ruido tan desusado en tan de continuo, desierto lugar, corre a la ventana de su aposento y alza una cortina para mirar sin ser vista lo que fuéra pasa. Del carruaje desciende una pareja. Son recién desposados. Doña Estela los ve atravesar el jardincillo, entrar en el vestíbulo y detenerse. Entre tanto, el carruaje se aleja calle abajo al trote acompasado del caballo. Están solos. En su rededor reina dulce y sosegada calma. Una suave luz los envuelve. Se acerca él a ella, y las luengas gasas que la velan se levantan. Aparece su rostro hermoso, con ojos ingenuos y castos. La besa él sobre la frente, dulce y suavemente, después se apodera de su boca, de sus labios temblorosos, de su garganta... Se enciende ella de rubor bajo las miradas febriles de él. Cerca hay sillones, y en ellos se sientan. No hablan. El la toma las manos y la despoja de los guantes con solícita ternura. Después la besa en la punta de los dedos, luégo entre las sortijas, más tarde en el principio de las muñecas. Ella vuelve a tornarse encendida y ruborosa bajo las miradas de él, siempre febriles, al contacto de sus labios. Doña Estela los mira; no se cansa de mirarlos. Por la expresión de sus rostros, por sus movimientos, por sus ademanes, se trasciende el embeleso de sus almas y sus cuerpos. Los ve después sonreír, besarse, desaparecer...

Va cayendo la tarde. Un crepúsculo suave de intensa ternura lírica canta la belleza del día que muere. Llega la noche y empieza a soplar fuerte viento.

Se cubre el cielo de nubes y la atmósfera se entenebrece. Algunas gotas de agua caen ruidosas y dispersas. Se espesan las tinieblas, arrecia y silba el viento. Y al claror fugaz de los relámpagos, doña Estela percibe las siluetas de los recién desposados, que van por sus habitaciones como dos sombras desfallecientes en el exceso armonioso de su felicidad divina. Las nubes se desgajan en torrentes, y doña Estela solloza. Largo rato llora detrás de los cristales de la ventana, entre la oscuridad y el silencio de la estancia. Después se sienta al piano. Toca una melodía de ensueño, ligera, alada, palpitante. Son los murmullos de la selva inescrutable de su alma. En la onda sonora se descubre el bosque intrincado y laberíntico de sus sentimientos. Fuéra ha cesado el aguacero y el viento de gemir; pero en el cielo fosco, entre un fondo anubarrado y sombrío, un arco de luna, que hace su camino, que ya se esconde o ya se deja ver, parece que destila, con su luz de astro muerto, tristezas y melancolías.

Tumbada en el lecho pasa ocho días doña a Estela. El soplo cardíaco, antes tenue y fugaz, se ha con vertido en áspero, rudo y crepitante. Al fin cesa e ataque a fuerza de cordiales. Se siente mejor; y un medio día, suave y tibio, sale de sus habitaciones. Está más exaltada que nunca lo estuviera. Se va al jardín. La belleza luminosa del día, realza la pureza del ambiente. El alma de doña Estela parece que se dilata o se abre en estremecimientos amorosos. Por todas partes se extiende una onda de calma voluptuosa. En la diafanidad de la atmósfera, la pluma de agua del surtidor, dorada por la luz, salta y rebota con canto anacreóntico en el viejo tazón de ladrillo. Es su murmurio una sinfonía dulce, de notas suaves y finas, como las arrancadas a un cristal por un mazo de plata. Aquella música del agua, con sus voces dulces e indescriptibles, la hacen pensar. Ante los ojos de su imaginación pasa y va perdiéndose la cinta soberana y maravillosa de un cinematógrafo de ensueño. Doña Estela se detiene y se queda largo rato en pie. Muy cerca hay una mata de fucsias. Sus gajos, de flores rojas, que caen en racimos, semejan zarcillos de coral, grandes y raros. Un poco más lejos, sobre una éra de margaritas florecidas, vuela y zumba un enjambre de insectos y de abejas. Doña Estela ve dos que pelean y se juntan, que doblan con su peso el cáliz de una margarita. Un aleteo de aves la hace volver sus miradas. Es una pareja de palomas que desciende y se posa, no muy lejos, sobre el tejado de la casa. El macho, es grande, negro, negrísimo, con el cuello tornasolado, reluciente, como deseda. Se esponja con arrogancia, abre la cola brillante y sonadora, y empinado y majestuoso, empieza a describir círculos y vueltas en torno de la hembra. Esta, pequeña y blanca, de cabeza diminuta, cierra los ojos, y se ofrece...

Por entre el espacio límpido y quieto también vuelan raudos y amorosos dos aviones. Son una pareja de cruces negras y ondeantes que resbalan fugaces, que se persiguen como besándose, entre el brillo y la soledad de los espacios. Doña Estela vuelve sus miradas a tierra. Por entre la fronda de los rosales, la luz se tamiza suave y discreta, y sobre las hojas caídas y enrolladas, sobre algunos pétalos esparcidos por el viento, y ya marchitos, riega la sombra sus misterios, dulces y embelesadores. Por sobre un muro sube una trepadora florecida. Son sus flores, campánulas de un rosa subido que se hace de un rojo sangriento hacia el fondo de las corolas. Sus estambres coronados de polen amarillo parecen ardiendo. Un pájaro mosca, como una abeja dorada zumba titilante por sobre la verde cortina. Avido, su cuerpo penetra casi todo entre los cálices. Parece una saeta diminuta, una flecha alada y tornasol que se hundiese entre carnes virginales. Se le ve aletear, estremecerse y salir como un destello de visión, para en seguida volver agitado e insaciable a libar, a entre otros nuevos frescos cálices.

Se vela la faz del sol ligeramente. Por sobre el cielo azul, limpio y puro como un lago tranquilo, va una nube, un retal de gasa, rápido como una navecilla. Doña Estela sigue aquel copo blanco y le contempla en su viaje sin rumbo. El cielo insondable, con su imagen de mar, por sobre el cual resbala aquella nube como la vela de un navío, hace surgir en su mente, el pensamtento, el esbozo incorpóreo de tíerras lejanas, donde presiente o cree que tal vez todavía puede hallar la felicidad... El misterio de lo desconocido, la visión de lo lejano la atrae. Es un impulso que la mueve hacia las aventuras; es su temperamento atávico de herencia de los conquistadores, entre los cuales cuenta ascendientes doña Estela; pero un impulso débil, un destello de aquel genio aventurero, español, que degenerado en el transcurso de los siglos, muere ahogado y disuelto entre la sangre empobrecida de la descendencia americana. Son hervores de su sangre azul, es el resurgir de su abolengo, abolengo de uno de esos castellanos aventureros, galantes y apasionados, de fiereza indomable, que salieron a la conquista del Nuevo Mundo desde las áridas e inmensas planicies de Castilla, impulsados por el ansia del oro, al galope de sus corceles, sin más equipaje que la lanza en el arzón, la espada al cinto, la fe en su Dios, y el ánimo inquebrantable.

Declina - el día. Arriba, en el tejado, bajo la sombra de un alero superpuesto, se ha recogido la pareja de palomas. El macho, tranquilo y satisfecho, entorna ligeramente sus ojos de rubí, y manso y humilde, parece adormecerse, bajo el picoteo mimoso de la hembra, que le acaricia con su pico entre el tornasolado plumaje del cuello. Doña Estela se queda extática, como galvanizada. El himno, el canto de amor que por todas partes se levanta, la hiere y la martiriza en las más íntimas fibras de su alma. Y otra vez siente que un fuego violento, todavía más voraz y abrasador que antes, la invade. Y abandona el jardín y entra en sus habitaciones en busca de refugio, para no ver, para no oír, para no sentir; doliente en su palidez marmórea y en los húmedos fulgores de sus ojos. Pero la actitud hierática de los antiguos y pesados muebles, lo sombrío de los retratos y de los cuadros pendientes de las paredes, el aspecto funerario de las colgaduras, y la semioscuridad y el silencio que en ellas reina, la llenan de pronto de pavor, con el hálito de lo ido en lo eterno, de lo ignorado, del vacío en la nada. No puede más. Dos cintas de fuego rayan quemantes su cerebro. El día sigue muriendo. Oprimida y trastornada, vuelve a salir en busca de aire, y sube a una especie de terraza o azotea con barandaje de madera. Se pone de codos sobre ésta y extiende la mirada a la ciudad, al valle y a las lejanas serranías. Flota una bruma grisosa y sutil: todo aparece en tranquila y borrosa somnolencia, como un paisaje lunar. Reflejos de acero ha dejado en los espacios el sol ya ido. La naturaleza parece dormida en letárgico sueño. La bruma grísosa y sutil que todo lo envuelve, que todo lo anega, pero, sin ocultarlo, da la impresión de que la tierra &e enfría, de que la tierra muere, por exudaciones de vapores cálidos. Y doña Estela, ante la mudez y sequedad de aquel paisaje, vagamente percibe la idea de otra vida mejor, en otros mundos, en otro planeta donde se pudiera vivir en perfecta y absoluta calma, sin anhelos, sin pasiones, sin vicios y hasta sin virtudes. Largo rato se queda doña Estela pensando en sus desventuras. Por la exaltación de su cerebro, por lo dolorido de su corazón, por el aflojamiento de sus nervios, le parece, en un lampo de ilusión analítica, que todo su sér se funde por la intensidad y violencia de sus padeceres. Le parece que sus dolores se derriten y riegan en corrientes quejumbrosas y sombrías. Y piensa que su paso por el mundo va a dejar algo como ignorada, oculta huella de sombras, una especie de rastro sembrado de gasas y de crespones de luto.

Había muerto por completo el día. Era la hora en que el alma se expande y parece volar en omnisciencias que deslumbran; la hora en que crece el dolor o en que - el amor canta su lirismo; la hora de recogimiento en que la carne suele adormecerse y desaparecer en su sepulcro de miserias.

Empezó a salir la luna. Apareció como una ceja de luz sotre la mancha negra de una montaña. Luégo fue creciendo, redondeándose, hasta convertirse en un un disco de plata que ascendía, grave y sereno, en la soledad de la noche. La influencia rara del astro hizo que doña Estela se volviera a mirarlo y abandonara sus pensamientos. Dominada por su belleza, se puso a contemplarlo. Las claridades de éste se regaban lentas y dulces. Primero se platearon las montañas, luégo sus ondas, diáfanas y melancólicas, descendieron al valle. Con la íncertidumbre de reflejo de luz lejana, los contornos de los seres y las cosas quedaron clareados con misteriosas vaguedades. Influída y penetrada doña Estela, por aquel claror, que como un vaho de plata flotaba en los espacios, sintió inconsciente deseo de moverse, y fue al otro. extremo de la terraza, a mirar hacia - el lado de la calle.

Cerrada y tranquila, la casa de sus vecinos dormía apacible sueño bajo las ondas lunares. En el pequeño parque las hojas de los árboles, rebrillaban como untadas de un barniz fosforescente; y el surtidor, en el centro, en su forma de globo de cristal rizado, semejaba un cono de nieve surcado a intervalos por hilos de diamante. Doña Estela distinguió dos sombras sobre la arena blanquecina del piso: los desposados, que asidos del brazo iban y venían. Las dos siluetas, en su ir y venir, se hundían a veces en las penumbras proyectadas por los árboles, o ya se destacaban clareadas, estrechamente unidas, entre las sendas solitarias. Eran como dos arpas vibrantes, poseídas y exaltadas por el encanto de la belleza de la noche, por la felicidad de sus amores. Doña Estela retrocedió; en sus ojos fulguró una luz extraña, y de sus labios salieron murmullos incoherentes. Después sus brazos se extendieron en el vacío, tiernos, acariciadores. Su cabeza se volvía ya a un lado, ya a otro, como para escuchar mejor lo que alguien la decía. Descendió de la terraza a pasos ligeros como si valsara. Entró en su habitación y se ¿soltó a reír ya sollozar. De repente corrió hacia el piano. Se sentó, y sus manos vertiginosas, relampagueantes, oprimieron con pasión el instrumento. Este, dócil, sumiso, empezó a soltar torrentes de lirismo, exaltaciones ideales, éxtasis de amor, acento,& de pasión y de ternura, fulgores, suspiros, claridades y sombras. Doña Estela desbordaba de inspiración. La lluvia, el reguero de notas que vibrantes se esparcían por la estancia, atravesaba los muros y salía voladora e ideal, a regar de armonías la plácida claridad de la noche magnífica. Era un himno de amor, un himno a un amor elegíaco, amor presentido por un temperamento de artista apasionada, más ideal y más hermoso por lo desconocido. El primo y el poeta de nuevo resurgian en su mente... De pronto, una ráfaga de aire empujó los cristales de la ventana. Se abrió ésta, y la claridad de la luna, en una faja ancha de plata, penetró en la estancia. Cesó un momento de sonar el piano. Doña Estela se volvió de frente hacia la claridad, y como si saludara a alguien, sonriente, inclinó ligeramente la cabeza. Jadeante, con las pupilas centellantes y los labios - entreabiertos, siguió tocando. Al impulso de su inspiración su cuello se dilataba y su mirada dulcificada se hacía vaga, se hundía como en una lontananza. Fue calmando lentamente la agitación, de sus manos; el piano, como fatigado, empezó a debilitarse en sus acentos; luégo soltó sonidos incoherentes; más tarde, una fanfarria desgarradora; por último, una nota grave y profunda, un ¡ay 1, un suspiro hondo, un gemido, un lamento. Doña Estela se llevó las manos al corazón y en seguida a la garganta; después las abrió, extendió los brazos, articuló dos nombres y rodó por sobre el pavimento.

Mayo de, 1907.

3 comentarios

slifteseetelo -

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